POÉTICA DE LO SILVESTRE Y NARRATIVA DE LA LUZ EN LA FOTOGRAFÍA AU PLEIN AIR DE ROSA CODINA

Santiago Beruete, filósofo

«No hay belleza natural, o más exactamente, la naturaleza solo se hace bella a nuestros ojos por mediación del arte.»
Alain Roger, Breve tratado del paisaje

En el relato bíblico Yahveh expulsa del jardín del Edén a los padres de la humanidad, después de que estos probasen el fruto prohibido del árbol del conocimiento, mientras lanza la siguiente admonición: «Maldita será la Tierra por vuestra causa; con dolor comeréis de ella todos los días de vuestra vida. Espinos y cardos os producirá». Estos últimos forman parte de una interminable lista de plantas silvestres, injustamente llamadas malas hierbas, a las que pertenecen también el diente de león, la corregüela, la caléndula, el azulejo, la amapola, el nomeolvides, la pimpinela, la genciana, la artemisa, la grama, la verdolaga entre otras muchas de evocadores nombres. Desde el inicio de los tiempos los hijos de Eva y Adán, condenados a ganarse el sustento con el sudor de su frente, libran una guerra particular contra las malezas, que compiten con sus cultivos, se apoderan de sus construcciones y desafían sus rígidas reglas con su irreductible vigor.

Pecamos de antropocentrismo cuando las calificamos de «malas hierbas», simplemente porque interfieren en nuestros propósitos y escapan a nuestro control. Por más que cueste erradicarlas, carezcan de valor económico o se burlen de nuestras pretensiones, no merecen que las denigremos. Sobra decir que las plantas silvestres son un prodigio de adaptación y resistencia. Poseen un sentido de la oportunidad único. Se las ingenian para arraigar en los lugares más insospechados y prosperar en las condiciones climáticas más adversas, acomodándose a la escasez de agua, luz y nutrientes. Florecen sin miramientos ni cuidados. Esa vegetación poco exigente coloniza las cunetas y los márgenes de las carreteras, las vías férreas y los canales. Ocupa sigilosamente los solares abandonados y las áreas residuales de las ciudades. Invade sin pedir permiso las tierras de labor, los jardines y parques, y medra en los suelos no cultivados y en todos aquellos lugares que descuidan los humanos. Las malezas constituyen el mejor ejemplo de que «la naturaleza aborrece el vacío», como afirmaba el filósofo Aristóteles. Semejante obstinación justifica la frase popular «hierba mala nunca muere». Estas son asimismo un recordatorio de nuestro implacable, implacablemente frágil dominio sobre la Tierra.

La crisis climática ha despertado la sensibilidad medioambiental y transformado nuestra percepción del mundo silvestre. Y esa creciente conciencia de la Biosfera ha agudizado tanto nuestra nostalgia campestre como nuestra sensación de vulnerabilidad. Unas humildes flores, a las que en las fotografías de Rosa Codina rodea una aureola de gracia, se convierten así en una expresión simbólica del malestar de una cultura materialista, que se aleja cada vez más de la pureza rústica de sus orígenes. Si no conseguimos cambiar la trayectoria suicida del progreso, serán ellas las que colonizarán las ruinas de nuestra civilización tecnocapitalista y se enseñorearán de nuestro mundo.

Todo aquel que aspire a ser una persona cultivada en estos tiempos de emergencia climática y celeridad tecnológica haría bien en asilvestrarse, literal y metafóricamente. Me refiero no solo a volver la mirada hacia la naturaleza en busca de inspiración y consuelo, sino también a adoptar como ideal de vida la humilde tenacidad y la paciente audacia de la que hacen gala esas hierbas, a las que en el mejor de los casos cabría calificar de vagabundas y en el peor de oportunistas. Podríamos aprender de ellas algunas valiosas lecciones, y no es la menor a acomodarnos a las circunstancias sin rendirnos al conformismo. Las plantas silvestres nos recuerdan que la clave de la supervivencia es la adaptación, y de esta la creatividad. Lo mismo podría decirse de las creaciones humanas. Las obras genuinamente originales se perciben al principio como feas e indeseables, pues rompen con los cánones establecidos y contradicen nuestra visión de la realidad.

Su fotografía, a la par bucólica y meditativa, intenta captar el aliento del paisaje silvestre durante el ciclo de las estaciones. Sus encuadres resaltan los contrastes cromáticos y la sensualidad de las formas vegetales, y enfatizan su poder de fascinación. Basta focalizar la atención sobre un insignificante lirio, asfódelo, jacinto de los bosques,… para que este se vuelva infinito. Sus imágenes, de apariencia naíf y espíritu pintoresco, nos invitan a solazarnos en la contemplación de amapolas, margaritas, verónicas, malvas, campanillas, acianos, aulagas y demás flores de temporada, que danzan al ritmo de la luz. Gracias a su efímera belleza escuchamos en nuestro interior la música intemporal de la naturaleza, transformando de ese modo el ojo en oído. En otras palabras, el asombro nos permite ver el mundo en alta definición.

Esta galería fotográfica narra el paso del tiempo a través del luminoso testimonio de la flora silvestre que engalana los campos. Vemos cómo germinan las leguminosas, espigan las gramíneas, florecen las plantas leñosas, se secan las anuales y se cierra otro ciclo en un fin sin final. Ese cuadro vivo, en permanente metamorfosis, adquiere a través del objetivo de su cámara, el carácter de una epifanía visual. La fotógrafa, en su condición de intermediaria, nos conduce del plano de los sentidos al de las ideas, de lo visible a lo invisible. Como observa Johann Wolfgang von Goethe en su Teoría de los colores (1808): «Cada mirar se muta en un considerar, cada considerar en un reflexionar, en un enlazar. Se puede decir que teorizamos en cada mirada atenta dirigida al mundo». La sintaxis de su fotomontaje realza la semántica de su propuesta estética: recrear la utopía poética de lo silvestre y celebrar el gozo de la mirada, la concupiscentia oculorum de la que hablaron los clásicos. Sus fotografías convidan al «festín de lo efímero» y a ver, parafraseando a William Blake, «el firmamento en una flor silvestre». Esta es un icono sagrado y un reflejo de lo sublime en lo ordinario.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

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SOBRE EL ENSAYISTA

Santiago Beruete es licenciado en Antropología y doctor en Filosofía. Desde hace más de veinte años vive en la isla de Ibiza, donde compagina su actividad docente e investigadora con la creación literaria. Ha escrito varios poemarios, libros de relatos y novelas que han merecido diferentes premios nacionales e internacionales. Sus ensayos Jardinosofía. Una historia filosófica de los jardines (Turner 2016), Verdolatría. La naturaleza nos enseña a ser humanos (Turner 2018) y Aprendívoros. El cultivo de la curiosidad (Turner 2021) han surgido de la feliz confluencia entre su pasión por la historia de las ideas y su propia experiencia como jardinero, y reivindican el valor de la filosofía y la función educativa del jardín en nuestros convulsos tiempos.